10-XI-2010 (MEMORIAL)
Se llamaba Juan Álvarez y tenía
cuarenta y cinco años y familia.
Vivía, mientras fue vida su tiempo,
en un Hospitalet gélido y yermo.
Hasta que la crisis le aplastó fue electricista.
Después llegó el humillante desempleo.
Agotó su subsidio y su esperanza
y, derrotado, abandonó su piso
de alquiler.
Luego ocupó una vivienda pública
vacía
(¡pública, pero vacía!
¿quién lo entiende?)
ilegalmente
(eso asegura la justicia ciega).
Cuando el juez ordenó su lanzamiento
(así lo llama el léxico legal)
él se lanzó a la muerte en su locura.
Antes pidió a quien debía
más humanidad, una moratoria,
ayuda y comprensión. Todo
fue inútil, ya nadie le escuchaba ni veía.
Se ahorcó en un parque cercano
a la vivienda que se le negaba.
En el último acto de la tragedia
evitó pasar desapercibido.
Fue el primero de una terrible lista
que, con más miedo que amor o pudor,
se oculta al conocimiento del público.
¡Caiga su sangre sobre las cabezas
de los usureros y sus cómplices!
¡Ojalá sea cierto que hay infierno
para que ardan en él eternamente!
Su nombre era Juan; su apellido, Álvarez.
No lo olvidéis. Él fue el primero. Nadie
ha pagado por llevarle a empellones
de indiferencia hasta la muerte. Nadie.
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