7.11.13

Albert Camus y el trabajo del escritor: Verdad y Libertad

Discurso pronunciado por Albert Camus en el Ayuntamiento de Estocolmo el 10 de diciembre de 1957, con ocasión de la entrega del Premio Nobel de Literatura.
 

Al recibir la distinción con la que vuestra libre Academia ha tenido a bien honrarme, mi gratitud era tanto más profunda cuanto consideraba hasta qué punto esta recompensa sobrepasaba a mis méritos personales. Todo hombre, y con razón de más peso, todo artista, desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero no me ha sido posible conocer vuestra decisión sin comparar su resonancia con lo que yo soy realmente. ¿Cómo un hombre casi joven, rico sólo en dudas y con una obra aún en construcción, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en la privacidad de la amistad, no habría conocido con una especie de pánico un fallo que le llevaba de golpe, sólo y reducido a sí mismo, al centro de una luz cruda? ¿Con qué corazón podía recibir este honor a la hora en que, en Europa, otros escritores, entre los más grandes, son reducidos al silencio, y en el tiempo mismo en que su tierra natal conoce una desgracia incesante. (1)

Yo he conocido ese desconcierto y esa confusión interior. Para recuperar la paz me ha hecho falta, en suma, reconciliarme con una suerte demasiado generosa. Y, ya que no podía igualarme a ella apoyándome en mis propios méritos, no he encontrado otra cosa para ayudarme que la que me ha sostenido, en las circunstancias más adversas, a lo largo de toda mi vida: la idea que me hago de mi arte y del papel del escritor. Permítanme solamente que, con un sentimiento de agradecimiento y de amistad, les diga, tan sencillamente como pueda, cuál es esa idea.


Personalmente, yo no puedo vivir sin mi arte. Pero nunca he situado ese arte por encima de todo. Por el contrario, lo que me es necesario es que no se separe de nadie y me permita vivir, tal como soy, al nivel de todos. El arte no es a mis ojos un regocijo solitario. Es un medio para conmover al mayor número de personas ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y las alegrías comunes. En consecuencia obliga al artista a no aislarse; le somete a la verdad más humilde y más universal. Y quien frecuentemente ha escogido su destino de artista porque se sentía diferente aprende bien pronto que no nutrirá su arte, y su diferencia, más que confesando su semejanza con todos. El artista se forja en ese ir y volver perpetuo de sí mismo a los otros, a medio camino de la belleza a la que no puede renunciar  y de la comunidad de la que no puede escindirse. Por eso los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en lugar de juzgar. Y si tienen un partido a tomar en este mundo, no puede ser otro que el de una sociedad en la cual, según Nietzsche, ya no reinará el juez, sino el creador, ya sea trabajador o intelectual.

"El escritor no puede ponerse hoy al servicio de quienes hacen la historia, está al servicio de quienes la sufren"

Por ello, el papel del escritor no es ajeno a deberes difíciles. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de quienes hacen la historia; está al servicio de los que la sufren. En caso contrario, helo ahí sólo y privado de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres no le arrancarán de la soledad, incluso y especialmente si él consiente en marcar su paso. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para retirar al escritor del exilio, cada vez, al menos, que consigue, en medio de los privilegios de la libertad, no olvidar ese silencio y hacerlo repercutir por medio del arte.


Ninguno de nosotros es suficientemente grande para  tal vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de expresarse por un tiempo, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva que le justificará, con la sola condición de que él acepte, tanto como pueda, las dos cargas que hacen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad y el servicio a la libertad. Ya que su vocación es reunir el mayor número posible de personas, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, allí donde reinan, hacen proliferar las soledades. Sean cuales sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio se fundará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: el rechazo a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión.


Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, he estado sostenido por el oscuro sentimiento de que escribir hoy era un honor, porque ese acto obligaba, y obligaba no sólamente a escribir. A mí particularmente me obligaba a llevar, tal como yo era y según mis fuerzas, con todos los que vivían la misma historia, la desgracia y la esperanza que compartíamos. Esos hombres nacidos al principio de la primera guerra mundial, que han tenido veinte años en el momento en que se instalaban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que enseguida fueron confrontados, para perfeccionar su educación, con la guerra de España, con la segunda guerra mundial, con el universo concentracionario, con la Europa de la tortura y de las prisiones, hoy deben educar a sus hijos y construir sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas. Y yo soy incluso de la opinión de que debemos comprender, sin dejar de luchar contra ellos, el error de quienes, por una escalada de desesperación, han reivindicado el derecho al deshonor y se han arrojado en brazos de los nihilismos de la época. Pero consta que la mayor parte de nosotros, en mi patria y en Europa han rechazado ese nihilismo y han emprendido la búsqueda de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez, y luchar a continuación, a cara descubierta, contra el instinto de muerte vigente en nuestra historia.


Cada generación, sin duda, se cree llamada a rehacer el mundo. La mía sabe sin embargo que no lo rehará. Pero su tarea es quizás más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones fallidas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que mediocres poderes pueden hoy destruir todo pero ya no saben convencer, donde la inteligencia se ha degradado hasta hacerse criada del odio y de la opresión, esta generación ha debido, en ella misma y en su derredor, restaurar, sólo a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, donde nuestros grandes inquisidores apuestan a riesgo de establecer para siempre los reinos de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el reloj, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura, y rehacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es seguro que pueda cumplir alguna vez esa tarea inmensa, pero sí es seguro que en todo el mundo mantiene ya su doble apuesta de verdad y de libertad, y, si llega la ocasión, sabe morir por ella. Es ella la que debe ser saludada y alentada allí donde se halla, y sobre todo allí donde se sacrifica. Sobre ella, en todo caso, convencido de vuestro apoyo profundo, yo quisiera trasladar el honor que acabáis de hacerme

"La verdad es misteriosa, huidiza, siempre por conquistar. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Nosotros debemos caminar hacia esas dos metas"
 

Al mismo tiempo, tras haber hablado de la nobleza del oficio de escribir, habría situado al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero resuelto, injusto y apasionado por la justicia, construyendo su obra sin vergüenza ni arrogancia a la vista de todos, siempre dividido entre el dolor y la belleza, y consagrado en fin a extraer de su ser doble las creaciones que intenta obstinadamente edificar en el movimiento destructor de la historia. ¿Quién, ante esto, podría esperar de él fáciles soluciones y bellas moralejas? La verdad es misteriosa, huidiza, siempre por conquistar. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Nosotros debemos caminar hacia esas dos metas, penosamente pero resueltamente, conscientes de antemano de nuestros desfallecimientos en un camino tan largo. ¿Qué escritor se atrevería entonces, con recta conciencia, a hacerse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que yo no soy nada de todo eso. Nunca he podido renunciar a la luz, a la felicidad de ser, a la vida libre en la que he crecido. Pero aunque esta nostalgia explica muchos de mis errores y de mis defectos, me ha ayudado sin duda a comprender mejor mi oficio, todavía me ayuda a mantenerme, ciegamente, junto a esos hombres silenciosos que sólo soportan en el mundo la vida que se les ha impuesto por el recuerdo o el retorno de breves y libres placeres.


Así, de regreso a lo que yo soy realmente, a mis límites, a mis deudas, así como a mi fe difícil, me siento más libre para mostraros, al concluir, la amplitud y la generosidad de la distinción que me habéis concedido, más libre también para deciros que quisiera recibirla como una homenaje rendido a todos los que, compartiendo la misma lucha, no han recibido ningún privilegio, sino, por el contrario, desgracia y persecución. Me quedará entonces daros las gracias, desde el fondo del corazón, y haceros públicamente, como testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que todo artista auténtico, cada día, se hace a sí mismo, en el silencio.


Traducción: J.R. San Juan
  
(1) El contexto histórico en el que se produce el discurso de Camus era de tensión extrema. Hacía apenas cuatro años que había concluido la guerra de Corea, en el curso de la cual el general Mac Arthur reclamó –afortunadamente sin éxito- el lanzamiento de bombas atómicas contra el norte de China. En 1954 se había iniciado la guerra de liberación de Argelia, conflicto especialmente doloroso para el escritor, nacido en ese territorio, y que se prolongaría hasta 1962. Finalmente, en 1956 la revolución húngara fue brutalmente abortada por el ejército de la URSS. La ‘guerra fría’ amenazaba esporádicamente con convertirse en una nueva guerra mundial y la existencia del armamento nuclear hacía creíble la hipótesis de un absurdo apocalipsis.

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