El gusto y la pasión por la escritura me habitan desde que tengo memoria y se asocian en el tiempo con mi interés apasionado por la lectura y mi inquietud por el conocimiento de la realidad. Los libros fueron para mí infancia, como para la de tantos, la primera aproximación verosímil a lo que estaba ahí fuera, en un mundo que, en tanto que niño, me estaba vedado conocer. El bien y el mal –en especial este último- tomaron cuerpo en los libros, a través de seres pérfidos como el Negoro de ‘Un capitán de quince años’ o el artero John Silver de ‘La isla del tesoro’ más que a través de paradigmas religiosos como Caín o Herodes, que en cierta medida me parecían incomprensibles en su crueldad.
La curiosidad y el gusto por escribir me conducirían más tarde, en la adolescencia, a definir mi vocación profesional como periodista. Nada parecía entonces más razonable ni más conveniente para satisfacer tanto el ansia de saber como el placer de escribir. Hoy, tras casi cuatro décadas de práctica del periodismo no recomendaría a nadie con una genuina vocación literaria tratar de realizarla o cimentarla a través de su experiencia laboral en un medio informativo. Sobre todo porque, aunque ahora se trate de rectificar parcialmente, la buena escritura fue largamente proscrita de la prosa periodística, supuestamente para salvaguardar la presunción de objetividad demandada por los lectores. El adjetivo y el adverbio fueron declarados sospechosos habituales y sólo cabe detectarlos –a veces en exceso- en los artículos de opinión y con menos frecuencia en dos géneros periodísticos largo tiempo preteridos: el reportaje y la crónica, ahora en vías de recuperación. No obstante, el periodismo sigue constituyendo un observatorio privilegiado para la observación de la realidad. Ante él y en él surcan situaciones y personajes capaces de saciar con creces la curiosidad a la que antes me refería y aportar material narrativo de primera calidad.
Más allá del hecho de que periodismo y literatura apenas tienen algo en común habría que añadir que además, en la práctica, son en gran medida mutuamente excluyentes. Ambos comparten la cualidad de ser muy absorbentes para quien los realiza, hasta el extremo de que es frecuente que el periodista escritor abandone el periodismo si está en sus manos hacerlo, limitando su contacto con él al esporádico artículo, o bien renuncie a su actividad literaria o la limite en mayor o menor grado. A lo largo de mi vida me he planteado cuatro proyectos de novela e incluso en algunos casos he avanzado hasta cuarenta folios para rendirme finalmente a la evidencia –seguramente muy subjetiva- de que no merecía la pena. En lugar de eso he escrito poemas, canciones e incontables textos en mis blogs, actividades todas ellas mucho más compatibles en tiempo y forma con la dedicación periodística.
Precisamente este libro de relatos nació en un blog, llamado ‘Desolaciones’, con la idea de ir avanzando lentamente en su redacción y publicación a través de pequeñas inserciones sucesivas que el propio concepto de blog y su estructura facilitan. Supongo que, por condicionamiento profesional de periodista, necesitaba ver publicado lo escrito para alentarme a continuar. En cualquier caso no era mi propósito que el contenido de ese blog fuese leído por otros, a excepción de algún amigo, y por ello carecía de enlaces y no fue dado de alta en los buscadores. Por otra parte, un blog no es el instrumento más adecuado para publicar relatos, dado su orden cronológico inverso. El título, ‘Desolaciones’, revela el propósito común de todos los relatos inicialmente previstos: incidir en los aspectos desolados y desoladores de la vida cotidiana de seres comunes y corrientes, nada excepcionales ni especialmente representativos.
El término ‘desolación’ pivota semánticamente sobre dos conceptos negativos: uno, el más común, es la tristeza; el otro, la devastación. Ambos están asociados, con diferente intensidad, en la concepción de las cinco historias que conforman ‘Un fracaso ineludible y otros relatos’. La soledad, la desesperanza, la extrañeza del mundo, la frustración y la impotencia frente a lo imprevisto e indeseable están ahí de un modo u otro y también, en todos los relatos, irrumpe la violencia o es evocado su efecto devastador.
Sin embargo el tema de los relatos no es la desolación; ésta existe o sobreviene a partir de pequeños incidentes, potencialmente irrelevantes, y envuelve a los protagonistas en una red de absurdos y de experiencias imprevistas e ingratas de la que pugnan por salir o que simplemente afrontan de un modo igualmente imprevisto e imprevisible en principio. La desolación, en fin, es más el clima o el escenario de los relatos que su motivo central. Por otro lado, el tema -si sólo hubiera uno-, tampoco es fácilmente simplificable. Se podría decir respecto a algunos de los relatos, que tratan de la violencia escolar, o del amor traicionado, o de la memoria histórica pero, sin que eso sea falso, resulta tan insuficiente que es inexacto.
Desconozco cómo abordan otros la concepción y la factura de sus relatos. En mi caso, los cinco que integran este libro surgen de la previa definición de otros tantos puntos de arranque o de inflexión de apariencia casi insignificante: el director de un instituto se duerme desnudo en una playa desierta, dos compañeros de estudios se encuentran después de más de cuarenta años sin verse, un hombre que vive solo descubre restos de ceniza de un puro en su lavabo, una pareja halla en la casa deshabitada heredada por uno de ellos la carta de ruptura de una amante de su tío abuelo… A partir de esos puntos o en torno a ellos mis relatos se han ido haciendo sin que yo supiera, en la mayoría de los casos, hacia dónde se dirigían ni cómo iban a evolucionar los hechos y los personajes hasta que avanzaba en su desarrollo.
A propósito de sus propios relatos el potentísimo y admirable narrador que fue Julio Cortázar escribió que “la gran mayoría fueron escritos al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo –decía- no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena”. Modestamente, sin llegar a la mágica y envidiable experiencia del maestro, la mía se le parece en que, de manera consciente, me he negado a definir previamente el rumbo de la historia o su conclusión. Incluso los personajes, que se van perfilando en función de lo que les sucede, eran inicialmente sombras indefinidas, forzadas por las circunstancias a manifestar en algún momento de la narración su humanidad esencial. En su obra ‘Seis personajes en busca de autor’ Luigi Pirandello crea una ficción teatral sorprendente y muy estimulante, en la que esos seis personajes irrumpen en el escenario e interrumpen el desarrollo de una representación en demanda de que se les dé vida. Al explicar su obra Pirandello asume que eran “criaturas de mi espíritu”, pero que “esos seis estaban ya viviendo una vida que era de ellos y no mía, una vida que no estaba en mi poder negarles”.
Sería una simplificación imperdonable concluir que la creación literaria se limita a actuar como mediadora entre las criaturas que ya existen en nuestra mente y el papel en blanco, pero seguramente algo hay de eso en mi caso. Deliberadamente he permitido que los personajes y las circunstancias evolucionen y se manifiesten a partir de su confrontación con unos pequeños hechos que en tanto que son puntos de partida o de inflexión podrían provocar cierta variedad de reacciones y consecuencias en función de quién sea y cómo sea quien los experimenta. La desolación, en suma, no tendría por qué ser la única consecuencia. Finalmente han sido lo que son en estos relatos porque tal vez todos estaban ya en mí sin yo saberlo y han aparecido a partir de la simple convocatoria a participar en una experiencia común de desolación.
De todos modos, tengo que admitir que probablemente estas historias no existirían si no me hubiera planteado su realización del modo que lo he hecho, permitiendo que todo fluya sin un esquema previo, que los personajes adquieran autonomía y los hechos evolucionen en direcciones inicialmente imprevistas. No sé si por condicionamiento profesional o por carácter, tengo una tendencia casi invencible a conceptualizar. Establecer relaciones causa- efecto, esquematizar, analizar y sacar conclusiones son para mí mecanismos muy familiares. Eso, que sin duda es muy conveniente e incluso imprescindible a la hora de elaborar un artículo periodístico, se revela como un obstáculo –al menos para mí- cuando se trata de implicarme en la construcción de una narración. Nunca hasta el momento en que me senté a escribir estos relatos lo había pensado, pero saber lo que va a pasar me paraliza, es todo lo contrario de una invitación a la escritura literaria. “Si ya me lo sé, ¿para qué lo voy a escribir”, sería la pregunta clave. Por supuesto, hay muchos más matices en esa negativa, pero el principal es ese.
No es estimulante la tarea de desarrollar un guión preexistente. El hecho de escribir debe ir acompañado, a mi entender, de cierto grado de disfrute, de placer, de aventura incluso. Y más aún, de juego en algún caso. De lo contrario la escritura se convierte en un oficio casi notarial, en tarea rutinaria y para mí frustrante. Con esto no estoy prejuzgando la función ni los resultados de quien, disciplinadamente, se someta a esa rutina, desde luego. Seguramente se puede construir obras estupendas con ese método, pero tengo serias dudas de que tal sistema pueda llegar a ser el mío.
Probablemente los proyectos de novela frustrados a los que me he referido antes, aparte del obstáculo que supone intentar escribirlos de modo simultáneo con la práctica de una profesión absorbente, se frustraron por abordarlos de un modo conceptual y calculado. La estrategia debería haber consistido justamente en la ausencia de estrategia. Un protagonista en su circunstancia personal y profesional y un punto de arranque o de inflexión en una biografía aún por definir es todo lo que hace falta para iniciar la aventura. Continuarla será facilitado por la afortunada circunstancia de que la historia se crea al mismo tiempo que se escribe, sin ningún pie forzado; que los personajes y sus realidades adquieren autonomía e imponen con frecuencia algo diferente de lo que se consideraba más probable al escribir la página anterior; que el autor se convierte al mismo tiempo en lector y disfruta grandemente en ambas situaciones.
Si tuviera que hacer el ejercicio imposible de distanciarme de mi papel como autor y hablar de este libro sólo como un lector que se dirige a otro lector, a la hora de explicar de qué trata en general el libro diría, quizás, que trata de personas corrientes, ni héroes ni antihéroes, forzadas o inducidas a reaccionar ante situaciones que rompen la linealidad de sus vidas; de su desasosiego ante la evidencia de la desolación; de su lucha por la felicidad. Añadiría que, pese a ese panorama general, hay aquí y allá cierto humor y algunas dosis de ternura.
Como autor seguramente no debería decir más de lo que ya he dicho, pero no puedo evitar hacerlo. He tratado de atraer y mantener la atención del lector mediante una variedad de recursos estilísticos y una preocupación constante por el ritmo, pero eso supongo que es lo que se espera de todo escritor. Si lo he logrado o no y hasta qué punto es algo que habrán de juzgar los lectores, intérpretes últimos del texto escrito. Yo no he buscado otra cosa que relatar con la mayor eficacia posible cinco historias que podrían sucedernos a cualquiera de nosotros, Sin sugerir siquiera una leve moraleja.
Pese a ello soy consciente de la diferencia que existe entre el desenfado, el juego y la metáfora simple del primer relato que escribí, “Amores reñidos”, concluido en 2006, y la gravedad de los restantes, terminados a lo largo del año pasado. Durante el tiempo que media entre esas fechas la tasa general de desolación se ha disparado como consecuencia de una crisis económica sin precedentes. Un sistema insostenible ha colapsado sobre nuestras cabezas y es el ciudadano medio quien paga las consecuencias de la codicia irresponsable de una minoría y de la inhibición cómplice de los gobiernos que dicen representarnos. Seguramente esa realidad ha condicionado en alguna medida, inevitablemente, el contenido y el tono de los cuatro relatos escritos en 2010.
Termino ya insistiendo en subrayar el placer inédito que ha supuesto para mí realizar este trabajo (entre comillas) y la satisfacción que me produce haber logrado abrir una puerta creativa que se me resistía a causa de mi exceso de precauciones, de mi disciplina conceptual. Ahora que se ha abierto no dejaré de traspasar su umbral con frecuencia.
A ustedes, muchas gracias por venir. Espero y deseo que disfruten leyendo el libro tanto como yo disfruté escribiéndolo.
En la foto, de izquierda a derecha, el presentador, Ramón Qu, el autor y el editor, Javier Fernández Rubio,
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