La poesía es un género que nos esforzamos en ver allí donde no está – en una puesta de sol, en un slam, en las convulsiones estéticas de un artista – y a no verlo allí donde se encuentra: en un cara a cara del poeta con la lengua. Su insignificancia económica la condena a la oscuridad ; sin embargo, las recopilaciones, las revistas, los sitios que le son dedicados siguen floreciendo. Y reservan bellos descubrimientos a quienes se toman el trabajo de acostumbrar su ojo y su oído.
Por Jacques Roubaud
En el siglo XXI ahora firmemente instalado, la poesía sigue perdiendo terreno en los periódicos : Le Monde des livres puede dejar pasar un año entero sin dar cuenta de un solo libro nuevo de poesía francesa contemporánea ; las librerías, la mayoría de las cuales ni siquiera tiene una sección dedicada a este género, y la televisión (aunque eso ya era evidente en el siglo precedente) no se interesan. Una especie de incomodidad impedía hasta hace poco a las autoridades culturales extraer consecuencias de esa realidad social. Finalmente se han abandonado, quizás sin darse cuenta.
Esta situación tiene como consecuencia (o es una consecuencia de) la casi inexistencia económica de la poesía – en todo caso de la que se compone en este momento. La poesía ya no tiene importancia, luego no se vende. Ciertamente este género literario no es el único que ha visto debilitarse sus “cuotas de mercado” en la escena cultural contemporánea. La novela, la literatura en general, incluso el libro están afectados. Pero en el caso de la poesía nos encontramos ante una forma extrema de ocultación. ¿ De quién es la culpa ?
La responsabilidad de este estado de cosas se imputa, desde hace casi un siglo, con una conmovedora obstinación, a los propios poetas. Toda una panoplia de acusaciones se despliega siempre para explicar y justificar la desafección comercial : los poetas contemporáneos son difíciles ; son elitistas ; esta actividad es cursi y anticuada. Los poetas son narcisistas ; no se dan cuenta de lo que pasa realmente en el mundo: no intervienen para liberar a los rehenes , para luchar contra el terrorismo ; no reabsorben la fractura social ; no hacen nada para salvar al planeta. Ellos no hablan la lengua de todo el mundo, etcétera. He ahí por qué no se los lee. No hacen otra cosa que emprenderla con ellos mismos.
Es más bien inútil comentar estas acusaciones. Digamos solamente esto : quien se interesa en la poesía, ama y conoce a Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Apollinaire, Eluard, Aragon, Char y Michaux, por ejemplo, pero juzga `difíciles’ a los poetas de su tiempo, no los lee, no comprende que escriban de una manera que les parece incomprensible, se encuentra en la misma situación que quien, afectado por una enfermedad grave, obligado a guardar cama un mes, encuentra, convaleciente, una dificultad muy grande en caminar e incluso en tenerse en pie. La situación del lector de poesía que ha dejado de leerla es similar : cuanto menos se lee, menos se lee, y lo que, por azar, se intenta leer entonces parece impenetrable.
El verso internacional libre (VIL)
La situación qua acaba de ser descrita no ha carecido de efecto sobre los propios poetas. La primera acción de la « caída de poesía » ha sido precipitar una evolución formal, en curso desde hace mucho tiempo. Ha habido el verso libre standard de los surrealistas remplazando el verso contado-rimado tradicional, su demolición por la vanguardia de los años 1960 (Denis Roche) y la conversión bastante extendida al verso internacional libre (leer -en francés- « Ni compté ni rimé »), importado, como tantos otros productos, de Estados Unidos : el VIL es un verso ; no es ni contado ni rimado, y más generalmente ignora las características de una tradición poética en una lengua dada ; « va a la línea » evitando las rupturas sintácticas demasiado fuertes. Se puede hacer VIL en casi todas las lenguas. ¿Cuál es la ventaja? Se evitan sin demasiadas dificultades los terribles « derechos de aduana de la traducción », que disuaden a los editores y a los traductores ; y se escapa a un encierro en las « fronteras del dialecto », temible en la hora de la globalización.
El VIL está todavía muy presente en la escena poética mundial, en todo festival internacional, antología o revista. Sus exigencias formales son bastante débiles. Y ese hecho implica un deslizamiento cada vez más sensible hacia una fase (¿última?) de la evolución formal : aquella en la que el verso mismo ya no es considerado necesario. Existía ya esa tendencia en los años 90 del siglo difunto – yo lo he constatado frecuentemente - a desaparecer, a la lectura, en la dicción de un gran número de poetes, que leían sus poemas como prosa ornada retóricamente por la voz, pues es preciso hacer ver que se trata de poesía. En esas condiciones, ¿porqué no componer simplemente prosae ? La poesía, y esto es especialmente sensible entre los poetas más avanzados de Francia y de Estados Unidos, se hace entonces mediante pequeñas prosas cortas, pero no visiblemente narrativas : la ausencia de una trama narrativa neta se convierte así en el marcador único de la pertenencia al género poesía.
¿Se puede aún decirse poeta?
¿Pero por qué entonces mantener la afirmación de pertenencia a la categoría « poeta » ? Las respuestas son con frecuencia contradictorias y ambiguas. La debilidad de la poesía en el campo económico supone – y hay en ello una consecuencia natural del tipo de sociedad en la cual un poeta, como los otros, vive – un desprecio más o menos evidente de este mundo hacia aquellos que osan reivindicar ese nombre. La poesía no aborda los acontecimiento poco agradables que se producen por doquier (por otra parte, ese no es para mí, su papel). Pero si por azar amagase con hacerlo, se le responderá del mismo modo que Stalin habría respondido a alguien que le hablase de la oposición del papa a su política : «¿ Con cuantas divisiones cuenta el Vaticano ? » Para el mundo y para las páginas de los periódicos ser poeta no es, en el fondo, estrictamente nada.
Por otra parte, se dirá, la poesía, cosa noble, ya no es en absoluto lo que hacen los poetas. La poesía está en otra parte : en la canción, en la puesta de sol, en la novela, etc. Para el mundo, pues, ya no es concebible más que si se la halla donde no está. La poesía está muerta a todos los efectos prácticos, pero su aura permanece. Puede (bajo alguna forma, pero la menos reconocible posible en la poesía de los poetas) servir, por ejemplo, a la « cultura de empresa ».
No es sorprendente que, para muchos, el hecho de declararse poeta en nuestros días tenga algo de ridículo, incluso de vergonzoso. Los efectos de descomposición formal mencionados más arriba se conjugan entonces con el sentimiento de inadaptación al mundo, y un deseo legítimo de reconocimiento social, para conducir a un gran número de poetas a no presentar sus libros como poesía, a negar que son poesía ; lo que no les impide, a ellos o a sus editores, presentar solicitudes de subvención al Centro Nacional de las Letras, ante la comisión « poesía ».
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Y luego, inevitablemente, excelentes poetas, decepcionados por la ausencia de eco que encuentran (sin ventas, con esperas de uno, dos años para ver sus libros publicados, por lo demás, por editoriales pequeñísimas o por cuenta del autor, el silencio asegurado de la prensa, etc.), pasan a otras actividades: la novela, el teatro, el cine o la ópera.
Productos de sustitución
Siendo la poesía mundanamente inútil, es decir invendible , pasada, superada, género literario moribundo, muchos espíritus positivos han pensado que no sería malo que desapareciera. Y que su lugar sea reservado en lo sucesivo a un producto de sustitución nuevo, liberado del yugo del pasado literario, « absolutamente moderno » en suma. A eso se había dedicado anteriormente la autoproclamada vanguardia, instaurando en su lugar el TEXTO. El « texto » ha desaparecido, en apariencia sin dejar rastros, pero recientemente se ha podido registrar un resurgimiento, bajo la forma del documento poético.
Se trata de una nueva forma del « texto », que reivindica para sí un estatuto serio, menos metafísico en apariencia que su predecesor, casi científico. Pero menos radicales que sus ancestros de los años 60, los fundadores de este nuevo género literario lo han ataviado con el adjetivo « poético ». Han intentado justificar el empleo de este adjetivo que, para todo el mundo, evoca la poesía, tal como existe en todas las lenguas de Europa desde hace varios siglos, por un razonamiento etimológico. Jean Paulhan, en un saludable librito, La Preuve par l’étymologie, ha señalado hace tiempo el carácter burlesco de este tipo de razonamiento (del que algunos filósofos abusan) ; éste reposa sobre una hipótesis muy poco verosímil : que el sentido de un término evoluciona a lo largo del siglo de manera estrictamente paralela a la sustancia lingüística que lo constituía en su origen. En el caso del « documento poético », el adjetivo, interpretado etimológicamente, está destinado a beneficiar el « documento » con el efecto fantasma que tiene la palabra « poesía ».
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