La lectura del texto elaborado por el sociólogo Javier Díaz y titulado "Elementos para un diagnóstico del sistema cultural de la ciudad de Santander" le sume a uno -concretamente a mí- en una sucesión de perplejidades. La primera de ellas (madre de las restantes) procede de su afirmación -que sigue inmediatamente a la enunciación de su currículo- de que la naturaleza del documento que ha redactado es 'heurística' y que, amparado en la autoridad de Max Weber, ha empleado la 'interpretación subjetiva' y la 'neutralidad valorativa' en la elaboración de su 'informe'. La consecuencia es que la subjetividad abunda en el análisis que realiza y la neutralidad se ve un tanto comprometida.
No puede negarse que Díaz posée experiencia suficiente en el estudio y en la gestión de la cultura de Santander en los últimos treinta años. Nadie, por otra parte, une a tal experiencia la cualidad de sociólogo. Es, por tanto, sobre el papel, la persona más adecuada para realizar un trabajo como el que le encargó la Fundación Santander Creativa (FSC). Cabría preguntarse si lo que esperaba la FSC era un texto de las características del presentado finalmente por Díaz. Personalmente lo dudo. La propia fundación, en su balance de actividades de 2012 aludía a esa iniciativa como un "informe-diagnóstico cultural". Si alguien esperaba un documento pericial lo hacía en vano. En su lugar Díaz ofrece un texto que está entre el ensayo y el manifiesto, plagado de alusiones y citas eruditas y no exento de autocomplacencia.
La deliberada ausencia de método técnico y la igualmente deliberada carencia de conclusiones deja en entredicho al documento como instrumento válido para fundar un diagnóstico. Sin embargo es difícilmente cuestionable su valor como revulsivo, su eficacia en el propósito de recordar imperiosamente a las 'fuerzas vivas' de la bella durmiente que es la ciudad de Santander que -más allá de la crisis y de los recortes- nos hallamos ante un tiempo histórico nuevo que requiere actitudes y respuestas inusuales, pero lógicas. Hay que cambiar el chip, como se suele decir, para entrar en la autopista que lleva al futuro de una ciudad atractiva, vital y sostenible.
Más allá de las perplejidades personales acerca del enfoque dado a estos 'elementos para un diagnóstico' debo decir que muchas de las observaciones, críticas, o 'sueños' que expone en su texto Javier Díaz son extensamente compartidas por una buena parte de los santanderinos que tienen que ver con la cultura local, como actores o como usuarios habituales . Cada cual incluiría sus propios matices personales, pero nadie puede negar la insatisfacción y frustración que ha generado el inmovilismo histórico, ni la rémora que supone para el progreso cultural y la revisión del actual modelo la desunión, obstrucción y exclusión que genera la praxis sectaria habitual en la partitocracia. Subrayarlo, como ha hecho Díaz, tal vez moleste a los aludidos y no tenga efectos prácticos, pero era moralmente necesario. Hay que remover el agua cuando está estancada para, cuando menos, oxigenarla.
Del mismo modo que soy escéptico acerca de la existencia real -aquí y ahora- de la 'sociedad del conocimiento', reiteradamente aludida por Díaz, que no es más que la 'vieja' sociedad de la información más Internet, creo que lo que sí existe es una próspera economía del conocimiento (o del saber), y me cuestiono seriamente que el Centro Botín de Arte y Cultura tenga por sí solo la virtualidad movilizadora de la cultura local que se le intenta atribuir. Tendrá, sin duda, si es convenientemente gestionado, una importante incidencia en la economía local y, como sabemos, junto a la revisión del frente marítimo, cambiará la faz del centro de la ciudad, pero el resto debe ser obra nuestra, de todos, unidos o por separado. Y a poder ser sin zancadillas.
Las realidades culturales no se generan -y mucho menos se consolidan- de la mañana a la noche. Son precisas la continuidad en el esfuerzo, la revisión permanente, la autocrítica y la heterocrítica, la solidaridad del entorno institucional y/o privado y, con frecuencia, mucha, mucha paciencia. Las ideas deben ser buenas, pero esa bondad raramente es obvia en el momento en que éstas se generan, y la pasión por realizarlas, en consecuencia, precisa ser indeclinable.
El capítulo cultural, visto desde la política, es como el legendario chocolate del loro: algo que se potencia moderadamente en tiempos de bonanza y el primer 'gasto superfluo' a eliminar en época de vacas flacas. En las actuales circunstancias no cabe esperar gran cosa del lado institucional público, pero éste puede y debe apoyar activamente la generación y consolidación de las actividades culturales surgidas de la iniciativa privada, o al menos no obstruirlas. Que el Gobierno regional se proponga finalmente revisar la obsoleta y coercitiva normativa sobre actuaciones en pequeños establecimientos hosteleros es positivo, aunque muy tardío. Que pretenda, sin embargo, que los gestores de dichos establecimientos sometan a su aprobación una programación de carácter anual es una notoria falta de realismo.
Javier Díaz fue uno de los promotores, en 1983, del I Festival Internacional de Jazz de Santander, iniciativa oportuna que contó con un programa de actuaciones muy interesante y fue apoyada por el primer Gobierno Regional de Cantabria, recién salido de las urnas en aquellas fechas. Lamentablemente la Plaza Porticada estuvo semivacía -al menos en las tres ocasiones que me fue posible asistir. El problema seguramente es que no había en Cantabria la necesaria 'masa crítica' de aficionados. En su defecto debió realizarse, con tiempo suficiente, un esfuerzo de promoción mediática fuera de la región, que me temo que no se produjo. Aquella fue la primera y la última edición del festival y se perdió la oportunidad de convertir a Santander en un referente que sumar a los del País Vasco. Probablemente la bisoñez del Gobierno Regional y su escasez de medios en aquellos momentos inaugurales de la autonomía tuvo la culpa.
El problema que acompaña a las inicitativas fallidas es la decepción de sus promotores y su renuncia a nuevos intentos, al menos a corto plazo. Se pierde así un considerable capital de entusiasmo, difícilmente regenerable, y la abulia vuelve a marcar la pauta cultural. Por eso, en la crítica coyuntura presente más vale que prevalezca el realismo; que las pequeñas ambiciones con potencialidad de crecimiento futuro se impongan sobre las grandes con vocación de inmediatez, y que se reflexione profundamente sobre las posibilidades que tiene cada iniciativa concreta de alcanzar el favor del público, o al menos de favorecer a los creadores mejor dotados y más necesitados de apoyo. Son los autores y los promotores de cultura más que los 'conocedores' -aunque éstos puedan ser útiles- quienes deben tener un protagonismo especial. El diletantismo y el cosmopolitismo son consecuencias, no protagonistas de la acción cultural, sea cual sea su carácter.
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