5.12.13

Presentación de 'Olivier o el secreto', de Claire de Duras



Ayer presentamos en la librería Gil el nuevo libro de Ediciones El Desvelo ‘Olivier o el secreto’, novela epistolar de Claire de Duras (1777-1828), aristócrata francesa cuya limitada producción permaneció durante un siglo y medio en el olvido, del que ha sido rescatada en las últimas décadas tras una relectura a la luz de la modernidad que la descubre como una mujer adelantada a su tiempo. A última hora decidí prescindir en mi intervención del primer párrafo y de la introducción musical que aquí recupero. Seguramente hice lo correcto, pero me habría gustado, por una vez, romper la rutina ritual que caracteriza a este tipo de actos culturales, demasiado codificados y envarados para mi gusto. Otra vez será… O no.


La música lleva a la letra; ésta conduce a la literatura y en este caso también al cine, y Marguerite Duras dirige finalmente, vía Google, a Claire de Duras. Así, por mediación del azar, puede sintetizarse mi proceso de descubrimiento de la escritora aristócrata de cuya obra vamos a hablar. Comenzó investigando acerca de esta canción, ‘India song’, cantada por la actriz Jeanne Moreau. Así pude descubrir que la música es del compositor franco-argentino Carlos D’Alessio, autor-fetiche para Marguerite Duras que creó la banda musical de prácticamente todos los filmes de la escritora y cineasta francesa. Fue ella misma quien puso letra a la bella y nostálgica música que D’Alessio compuso para su película del mismo título, con la idea de que su gran amiga Jeanne la grabase, como efectivamente hizo.

Hasta el hallazgo fortuito de Claire de Duras yo desconocía totalmente su existencia. Lo que leí acerca de ella me pareció muy interesante, teniendo en cuenta que se trataba de una aristócrata escritora de principios del S.XIX cuyos temas tenían la singularidad de interesarse en los  mundos de los otros hasta sumergirse en ellos, en la alteridad de quienes, por su raza, su clase o su condición, eran discriminados y veían radicalmente frustradas sus expectativas. Sus novelas habían sido infravaloradas e ignoradas durante un siglo y medio bajo la etiqueta banalizante de “historias de amores imposibles” hasta que, en los años 70, una relectura desde la modernidad percibe los mensajes no explícitos que contienen sus textos, su cuestionamiento de la realidad a la luz de un espíritu nuevo, el que alumbró la Ilustración.

Tal actitud no es tan paradójica como puede parecer, pues, aunque aristócrata, Claire de Duras era liberal, partidaria de que la autoridad absoluta del Rey decayese en favor de un parlamento democrático que pusiera fin a los excesos absolutistas. Esa fue también la tendencia de su padre, el conde de Kersaint, diputado girondino en la Asamblea Nacional que, pese a su moderación o mejor, a causa de ella, fue guillotinado en 1793, durante el periodo llamado del terror, por oponerse a la ejecución del Rey. Con sólo 16 años, Claire se verá forzada a actuar como una mujer adulta y fuerte al emprender, junto a su madre, enferma y trastornada, un viaje que conducirá a ambas primero a Filadelfia, luego a Martinica o Haití (no está bien documentado ese punto), más tarde a Suiza y finalmente a Londres, donde se concentraba gran parte del exilio aristocrático francés. El fruto de esa peripecia fue convertir en una importante cantidad de dinero las posesiones coloniales de su madre.

En Londres Claire conoce y se enamora del heredero del ducado de Duras; y subrayo que se enamora, hecho infrecuente en los matrimonios aristocráticos de la época. No así el futuro duque, que vio en ella, antes que cualquier otra cosa, una fuente de financiación muy conveniente, dado que el exilio le había condenado, como a tantos aristócratas, a asumir carencias que consideraba insoportables. La idea de un amor idealizado y pasional, que Claire acariciaba, se ve así confrontada finalmente con la realidad de una relación distante y casi protocolaria, que ella asume muy a su pesar.

El tiempo pasa lentamente durante el exilio en Londres, que se prolonga hasta 1803. Claire educa a sus dos hijas y se relaciona con los aristócratas exiliados, mientras su marido conspira junto al Rey y sus fieles para lograr la restauración monárquica, lo que conlleva numerosos viajes. Finalmente, en 1799 será Napoleón Bonaparte quien frustre tales expectativas mediante un golpe de estado que le convertirá en cónsul de la República, cónsul vitalicio poco después y finalmente, en 1804, emperador. Pese a todo, los aristócratas huidos del terror revolucionario pueden ir regresando y recuperando sus posesiones, con el compromiso sobreentendido de que deben mantener una absoluta discreción política.

Cuando en 1814, desterrado Napoleón en la isla mediterránea de Elba, se produce la Restauración, la alegría de los monárquicos es efímera. Ante la relegación de su heredero, Napoleón II, Bonaparte regresa a Francia y recupera lealtades mientras Luis XVIII huye a Bélgica; el ejército apoya al emperador de modo casi unánime durante los cien días que concluirán con la derrota de Waterloo. Luis XVIII hace entonces su segunda y vergonzante ‘entrada triunfal’ en París, pero gobernará un país dividido no sólo entre republicanos, bonapartistas y monárquicos, pues éstos, a su vez, se subdividen en ‘ultras’ absolutistas y moderados parlamentaristas.

El retorno a Francia del duque y su familia, instado durante el imperio bonapartista por el propio Rey en el exilio, tuvo un carácter semiclandestino y seguramente su objetivo era sondear y comprometer las voluntades a favor de Luis XVIII. Aunque esa época de los Duras está escasamente documentada sí existe noticia de que el inicio de su estancia en Francia lo pasaron en el sur del país, lejos de París, y que se beneficiaron de la hospitalidad del marqués de Puységur, uno de los pocos aristócratas que no conoció ni la guillotina ni el exilio en mérito a su bondadoso trato con la población de su feudo.

Tras la Restauración, el marido de Claire, primer gentilhombre de cámara de Luis XVIII y persona de su confianza, es cargado de responsabilidades  y honores –incluido un inexplicable ingreso en la Academia Francesa-, y su esposa recibe de él el encargo de sostener un salón que, primero en el palacio de las Tullerías y más tarde en su residencia del Faubourg Saint-Germain, se convertirá en el principal de París. Por él pasarán, con mayor o menor asiduidad políticos como Talleyrand o Villéle, escritores como Chateaubriand, Lamartine o Constant y sabios reconocidos de la época como Humboldt, Arago o Cuvier.

Claire siente una apasionada admiración –y quizás algo más- por el vizconde de Chateaubriand, al que conoce desde antes de la Restauración. En sus cartas se tratan de ‘hermana’ y ’hermano’, pero por parte del autor de ‘Atalá’ tal fraternidad responde sobre todo a su ambición política. Quiere la embajada de Londres y no cesará de urgir la influencia de la duquesa hasta conseguir su propósito. Luego surgirá un alejamiento progresivo que provocará amargos reproches epistolares por parte de Claire de Duras, quien le califica de “tiránico niño mimado”, a lo que él le responde con el apóstrofe de ‘gruñona’.

El vizconde, idolatrado por las mujeres de su tiempo, es un seductor infatigable, pero prefiere a otras damas, nobles o no, a la devota duquesa. Con el tiempo deserta casi totalmente de su salón para brillar y obtener provecho personal en otros, y tal desvío hiere profundamente a Claire. He aquí el expresivo texto de una carta que le remite: “Cuando siento tanta sinceridad, tanta abnegación en mi corazón por usted, que pienso que desde hace quince años prefiero lo que es usted a lo que soy yo, que sus intereses y sus asuntos prevalecen sobre los míos, y eso muy naturalmente, sin que yo tenga el menor mérito, y pienso que usted no haría el más ligero sacrificio por mí, me indigno contra mí misma por mi locura”.

La decepción que le producen la indiferencia y el desagradecimiento de Chateaubriand se suma así a la herida, ya vieja pero permanente, que le infligen el abandono y las infidelidades de su marido. Pero aún hay una ‘traición’ más dolorosa, la que le causa el matrimonio, contra su criterio, de su hija predilecta, Félicie, con un noble ‘ultra’ de la belicosa región de La Vendée catorce años mayor que ella. Claire se niega incluso a acompañar al duque a la boda tras fracasar en el intento de que su hija renuncie a esa unión. Y de nuevo vuelca en una carta, ésta dirigida a su amiga Rosalie Constant, su desolación: “Yo no sé escribió – para qué he nacido, pero no es para la vida que llevo. No recibo del mundo más que lo que no es él, cuando vuelvo sobre mí no concibo lo que hago aquí, hasta tal punto me siento extranjera”.

Félicie de Duras tenía el carácter fuerte y firme de su madre, pero sus convicciones políticas ‘ultras’ estaban más próximas a las de su padre, al que además superaba en exaltación. Claire de Duras había intentado rectificar sus inclinaciones, pero su fracaso fue tan total como doloroso. Lo que sigue es un retrato de Félicie a cargo de la condesa de Boigne, que da cuenta de la magnitud del problema que constituía la hija mayor de la duquesa: “ella ha soñado constantemente en la guerra civil como el complemento de la felicidad, y en su preparación para ello, desde que fue dueña de sus actos, ha practicado la caza con fusil, construido armas, disparado con pistola, amaestrado caballos y montado a pelo; en fin, se ha ejercitado en todas las habilidades de un subteniente de dragones, para gran desolación de su madre y para destrucción de su belleza, que antes de cumplir veinte años había sucumbido a causa de ese régimen de vida.”

A raíz del matrimonio de su hija el mundo de Claire de Duras se derrumba por acumulación de frustraciones y disgustos y, deprimida y enferma, se aleja de las rutinas cotidianas para escribir. Así nacen en poco tiempo tres novelas cortas: ‘Ourika’, ‘Edouard’ y ‘Olivier o el secreto’, que en 2007 fueron reeditadas, en un solo volumen, por Ediciones Gallimard, lo que prueba la vigencia y el interés que esta escritora de principios del XIX suscita en nuestros días. Las tres obras fueron escritas bajo el denominador común de lo que podríamos llamar, tomándolo prestado de la propia autora, como el ‘síndrome de la pared de cristal’. Así lo describe la duquesa en las primeras páginas de ‘Olivier o el secreto’: “Hay seres de los cuales uno se siente separado como por esas paredes de cristal descritas en los cuentos de hadas, nos vemos, nos hablamos, nos acercamos, pero no podemos tocarnos”.

En ‘Ourika’ el muro transparente es la raza. Su protagonista, senegalesa, fue regalada cuando era un bebé a una dama de la alta sociedad, que la educó como a un miembro más de la familia y depositó en ella su afecto. Llegada a la pubertad y enamorada del nieto de la dama, empieza a sorprender conversaciones de los adultos que se inquietan por su futuro y dudan de que haya una solución no traumática para ella. Su mundo se rompe en mil pedazos al comprender lo que le espera. Acabará dejándose morir en un convento mientras relata su singular experiencia al médico que la atiende.

En el caso de ‘Edouard’ la pared de cristal está en la diferencia de clase social, pero la clave no reside en las diferencias económicas, sino de sangre. El protagonista, un gran burgués al que no le falta de nada, se enamora de una joven aristócrata. Al ver rechazadas sus pretensiones matrimoniales por la familia de ésta se alista para ir a combatir en América, donde encuentra finalmente lo que buscaba: la muerte.

Los estudiosos de la obra de Claire de Duras han establecido que se inspira normalmente en hechos y personajes reales. Así ‘Ourika’ realmente habría sido ofrecida a Madame de Beauveau por su sobrino, el caballero de Boufflers, gobernador de Senegal. El argumento de ‘Edouard’ nace de un hecho aún más próximo a la autora. Fue su propia hija menor, Clara, la pretendida por el hijo del ‘plebeyo’ Pierre-Vincent Benoist, banquero y diplomático que en 1828 fue nombrado por el Rey ministro de Estado, miembro de su consejo y además conde. La muerte impidió a la duquesa conocer este sarcasmo último de la historia convulsa que le había tocado vivir.

Llegados a este punto, y entrando finalmente de lleno en el tema de la novela que hoy presentamos, cabe preguntarse qué personaje real se oculta tras la identidad de Olivier, pero antes es preciso decir que el escabroso argumento de la novela, cuya versión original permaneció inédita hasta 1971, fue robado por otros escritores de la época. Claire había comunicado a algunos frecuentadores de su salón que trabajaba en una obra cuyo protagonista padecía impotencia sexual. Posteriormente les había ido leyendo fragmentos, pero nunca se atrevió a publicar la que se cree que fue su primera novela.

En 1823, sin embargo, sí publica, anónimamente, ‘Ourika’, que se convierte en un gran éxito y sobrepasa las fronteras de Francia, siendo equiparada por su acogida con ‘I promessi sposi’ (Los novios) de Alessandro Manzoni, que por la misma época bate récords en Europa. Ese éxito es envidiado y mal digerido por algunos escritores galos que tratan de vivir de su profesión, como Stendhal, que critica en una publicación literaria británica el ‘intrusismo’ aristocrático. Henri de Latouche, un novelista y periodista bastante zascandil, aprovecha la situación para publicar una novela calificada de licenciosa y titulada precisamente ‘Olivier’. En su propósito de confundir incluso copia las características peculiares de la portada de ‘Ourika’, en la que se incluye que los beneficios de la edición serán destinados a fines benéficos.

Dado que en los mentideros parisinos era sabida la existencia de la novela inédita de Claire de Duras del mismo título, el escándalo estalla y Latouche tendrá que hacer pública una declaración en la que miente reiteradamente al negar que sea él el autor, afirmar que conoce al autor, y asegurar que éste no es la duquesa de Duras.

Pero no termina ahí la singular peripecia de un ‘Olivier’ al que su autora había apartado pudorosamente de la luz pública. En 1827, un año después de la lamentable intentona de Latouche, es el propio Stendhal quien toma prestado al personaje para su primera novela. Incluso pensó titularla también ‘Olivier’, pero renunció a ello por consejo de su amigo Prosper de Merimée, si bien el protagonista conservó la ‘O” inicial (Octavio, en lugar de Olivier). Esa novela, titulada ‘Armance’, nombre de la figura femenina damnificada, fue considerada como la más bella del autor de ‘Rojo y negro’ por parte de André Gide, Nobel de Literatura en 1947.

Cuando finalmente el ‘Olivier’ genuino, el escrito por Claire de Duras, ve la luz pública en 1971, editado por José Corti, muchos comentaristas, ignorantes de la ya remota polémica, interpretan que quien se esconde tras la patética figura del protagonista no es otro que Astolphe de Custine, un escritor aristócrata y homosexual cuya madre estaba empeñada en casarle y finalmente lo consiguió, no sin que antes su hijo rechazase, entre otros, el compromiso ya semipactado con Clara, la hija menor de Claire de Duras. He ahí el nexo de proximidad con la autora que se registra en sus otras dos novelas y que da una cierta verosimilitud a la hipótesis más reciente.  

Sin embargo no es Olivier el protagonista principal de esta singular novela epistolar. De las 64 cartas que la integran sólo nueve corresponden al desventurado, mientras son 39 las firmadas por la condesa de Nangis y la mayoría de las restantes proceden de la hermana de la condesa, ausente en Napoles, a la que ésta consulta y comunica sus ilusiones y desalientos. Ciertamente, casi todas las misivas giran en torno a su malhadado primo Olivier, quien, al igual que un enloquecido violín romántico, alterna las notas más quejumbrosas con las más jubilosas en movimientos imprevisibles, y condiciona los estados de ánimo, también extremos, de la protagonista real, la condesa de Nangis..

¿Pero quién, qué personaje real se oculta tras la novelesca condesa? La respuesta, a la vista del carácter y de la biografía, así como de las circunstancias en las que nace esta, su primera novela, ofrece pocas dudas: Louise, condesa de Nangis, no es otra que Claire, duquesa de Duras. Como en una transferencia psicoanalítica la autora novel vuelca sobre el papel su soledad afectiva, su fracaso vital, su atormentada búsqueda del amor. Lo hace pasados los cuarenta años, edad que, en la época en que vivió, era una frontera mucho más dramática para una mujer de lo que es ahora, pero su personaje tiene veinte años menos, está lleno de pasión y expectativa amorosa, y desnuda su alma en unas cartas casi siempre vehementes, tanto si expresa esperanza como si es el abatimiento lo que le domina.

Por otra parte no es difícil ver claramente en el conde de Nangis al propio duque de Duras, convenientemente retocado. La primera carta del libro nos muestra a un marido que se declara al límite de su paciencia por las exigencias de su mujer. “Es en las novelas y en las tragedias –escribe- donde usted encontrará los caracteres que le gustan; a mí no me gustan las ficciones, no soy novelesco”. El personaje real, que contrajo matrimonio apenas un año después de la muerte de Claire, se permitió en su día declarar que era un alivio, finalmente, desposar a una mujer dotada con menos talento que él.

En cuanto a Olivier, más que un personaje real o verosímil es un contradictorio paradigma, idealizado en positivo en interés de la historia a relatar y teñido de misterio por la misma razón, que se revela muy eficaz narrativamente por el ‘suspense’ que logra crear. Es el amante imposible, el hombre elusivo que, por razón de su propio interés o por cualquier otro impedimento o dificultad, frustra las expectativas que previamente ha alimentado. El modelo real podría ser el propio duque de Duras o, tal vez con mayor motivo, el seductor y calculador vizconde de Chateaubriand. A fin de cuentas también la condesa de Nangis y Olivier, como la duquesa de Duras y el escritor, se llamaban mutuamente ‘hermano’ y ‘hermana’.

Claire de Duras fue, sin duda, una persona muy inteligente y de carácter vigoroso, pero al mismo tiempo era una mujer apasionada y sensible, que se gobernaba en sus afectos por la intuición y la incondicionalidad. Suya es la siguiente frase: “se conoce mejor a alguien por los sentimientos que inspira, casi, que por sí mismo”. Difícilmente se puede mejorar esta declaración de fe personal en lo instintivo. Enérgica, pero bondadosa y generosa, nunca se movió por el cálculo interesado, pero tal vez por eso mismo fue incapaz de imaginarlo en los demás y sufrió las dolorosas consecuencias de su ingenuidad.

Su amiga la marquesa De La Tour du Pin intenta en cierto momento, a través de una carta, hacerla despertar: “he ahí cómo su corazón –le escribe- se confía a quienes no son dignos de usted, que usted muestra completamente su corazón a quienes esconden cuidadosamente el suyo o no le muestran más que lo que a usted le gusta encontrar, y hacen como esos comerciantes que conocen el gusto de sus clientes y no despliegan más que los tejidos que les agradan”.

Chateaubriand, en su “Memorias de ultratumba”, hizo un encendido elogio de su defraudada 'hermana' al escribir: “El calor del alma, la nobleza del carácter, la elevación del espíritu, la generosidad del sentimiento hacían de ella una mujer superior”. Y también entonó un ‘mea culpa’  aparentemente sincero por su propio desvío. Así escribe: “Desde que he perdido a esta persona tan generosa, con un alma tan noble, con un espíritu que reunía algo de la fuerza del pensamiento de Mme. de Staël con la gracia del talento de Mme. de Lafayette, no he cesado, llorándola, de reprocharme las irregularidades con las que he podido afligir algunas veces a los corazones que me eran devotos”.

Presumía el vizconde seductor que las personas a las que citaba en sus memorias participarían para siempre de la gloria que imaginaba para sí. El tiempo ha querido, sin embargo, que Claire de Duras, que no alcanzó a leer los elogios del ingrato, se muestre en el presente con mayor vigencia y despierte más interés que su presunto maestro. Y lo consiguió ella sola, tan sola como le dejaron aquellos a los que amaba.